martes, 4 de abril de 2017

El chofer que quería ser Dios, Etgar Keret.

El chofer que quería ser Dios.




Este cuento es sobre un chofer de autobús que no estaba dispuesto a abrirle la puerta a la gente que se retrasaba. No estaba dispuesto a abrirle la puerta a nadie. Ni a los chicos del secundario que corrían paralelo al autobús y le clavaban tristes miradas; ni menos aún a la gente nerviosa con
camperas militares que golpeaban con fuerza la puerta, como si ellos hubiesen llegado a tiempo y fuese él el que estaba en falta; ni siquiera a viejecitas cargadas con bolsas de papel marrón repletas con las compras, que le hacían señas con mano temblorosa. Y no era por maldad que no abría la puerta, porque este chofer no tenía ni una pizca de malvado: era por ideología. La ideología del chofer decía que si, supongamos, la demora en subir de alguien que se había atrasado era de apenas medio minuto, y la persona que se quedaba fuera del autobús perdía por ello un cuarto de hora, seguía siendo más conveniente para la sociedad no abrirle la puerta, porque ese medio minuto lo perdía cada uno de los que viajaban en el autobús y si, supongamos, en el autobús había unas sesenta personas que no habían hecho nada malo y que habían llegado a sus respectivas paradas a tiempo, entonces perdían todos juntos media hora que es el doble de un cuarto. Ésa era la única razón por la que no le abría la puerta a nadie. Sabía que los que viajaban no tenían ni idea de esta razón, ni tampoco los que corrían tras él haciéndole señas de que abriera. También sabía que la mayoría de ellos pensaba que él era sencillamente un hijo de puta y que en lo personal le resultaba mucho, mucho más fácil dejarlos subir y recibir agradecimientos y sonrisas.Sólo que si debía elegir entre los agradecimientos y las sonrisas por un lado y el bien de la sociedad por el otro, el chofer prefería esto último.
La persona que supuestamente padecía más esta ideología del chofer se llamaba Edi, pero él, a diferencia de los otros personajes del cuento, ni siquiera intentaba correr tras el autobús, de tan haragán y pusilánime que era. Ese Edi era ayudante de cocina en un pub-restaurante que se llamaba Bar-Athos, por el mejor juego de palabras que su estúpido dueño había logrado encontrar como nombre. La comida del lugar no era gran cosa, pero Edi era una persona muy amable, tan amable que a veces, cuando un plato no le salía especialmente bien, lo llevaba en persona a la mesa y se disculpaba. Fue en una de esas disculpas que encontró la Felicidad, o al menos la posibilidad de la Felicidad, bajo la forma de una chica tan simpática que trató de comer toda la carne asada que le había preparado, para que él no se sintiera mal. Esta chica no quiso decirle el nombre ni darle su número de teléfono, pero fue lo bastante dulce como para aceptar encontrarse con él al día siguiente a las cinco, en algún lugar a determinar, en el delfinario, para ser más exactos.
Edi tenía una enfermedad, una enfermedad por la que se le había arruinado muchas cosas en la vida. No era el tipo de enfermedad que te hace crecer pólipos o ese tipo de cosas, pero sin embargo ya le había causado mucho daño. Esta enfermedad provocaba que él durmiera siempre diez minutos de más, y no había despertador que pudiera con ella. Por eso siempre llegaba tarde
al trabajo en el Bar-Athos: por eso y por nuestro chofer, que siempre prefería el bien de la sociedad por sobre los argumentos a favor del individuo. Sólo que esta vez, puesto que se trataba de la Felicidad, Edi decidió vencer la enfermedad y, en lugar de dormir al mediodía, quedarse despierto mirando televisión. Para mayor seguridad se puso, no uno, sino tres despertadores en cadena, e incluso solicitó el del servicio telefónico. 
Pero su enfermedad era de difícil curación y Edi durmió como un bebé frente al canal infantil y se despertó todo transpirado por el grito ensordecedor de miles de despertadores, diez minutos demasiado tarde. Salió a la calle con la misma ropa con la que había dormido y comenzó a correr en dirección a la parada del autobús. Ya no recordaba cómo se corría, y los pies se confundían un poco cada vez que bajaba la vereda. La última vez en su vida que había corrido había sido antes de descubrir que podía escaparse de las clases de gimnasia, aproximadamente en sexto año, sólo que a diferencia de esas clases de gimnasia, esta vez corría con todas sus fuerzas porque ahora también tenía algo que perder, y todo el dolor en el pecho y todos los silbidos de los Noblesse no eran nada en su carrera tras la Felicidad. Todo era en realidad insignificante para él, todo salvo nuestro chofer que acababa de cerrar la puerta y comenzaba a dejar la parada. El chofer vio a
Edi por el espejo, pero como ya dijimos, tenía una ideología fundada en la lógica que, por sobre todo, se basaba en la justicia y el cálculo simple.
Pero a Edi ese cálculo no le importaba; era la primera vez en su vida que realmente corría para llegar a tiempo y por eso siguió persiguiendo el autobús aún cuando no tenía ninguna chance de alcanzarlo. Súbitamente su suerte decidió ayudarlo, pero sólo a medias, porque cien metros después de la parada había un semáforo, y el semáforo, un segundo antes de que llegara el autobús, se puso en rojo. Edi logró alcanzar el autobús y arrastrarse hasta la puerta del chofer. Ni siquiera golpeó el vidrio, de la poco fuerza que le quedaba, sólo miró al chofer con ojos humedecidos y cayó de rodillas, agotado y sin aliento. Esto le recordó algo al chofer algo del pasado, de una época en que aún no conducía autobuses, de cuando todavía quería ser Dios. Este recuerdo era un poco triste porque al final el chofer no se había vuelto Dios, pero también era alegre, porque terminó siendo chofer de autobuses, que era lo segundo que más deseaba. Y de pronto el chofer recordó
que una vez se había prometido a sí mismo que, si finalmente llegaba a ser Dios, sería clemente y misericordioso y escucharía a todas sus criaturas, y cuando vio a Edi, desde las alturas de su asiento de chofer, de rodillas sobre el asfalto, sencillamente no aguantó más y a pesar de toda la ideología y el cálculo simple, le abrió la puerta y Edi subió y ni siquiera dijo gracias de tan exhausto que estaba.
Conviene dejar de leer este cuento aquí, porque aunque Edi llegó al delfinario a tiempo, al final la Felicidad no pudo llegar porque ya tenía novio. Pero de tan amable que era, no quiso decírselo para no ofenderlo, y por eso había preferido dejarlo plantado. Edi la esperó en el banco convenido durante casi dos horas. Mientras estuvo sentado, pensó cosas deprimentes sobre la vida y después también observó el atardecer que fue relativamente hermoso. Y se acordó de los calambres musculares que iba a tener dentro de poco. De regreso, una vez que decidió volver a su casa, vio desde lejos el autobús detenido en la parada mientras bajaban los pasajeros, y supo que incluso de haber tenido la fuerza y el deseo de correr, jamás lo habría alcanzado. Entonces siguió caminando lentamente, sintiendo a cada paso un millón de músculos cansados, y cuando al final llegó a la parada, el autobús todavía estaba ahí esperándolo, y el chofer, a pesar de los murmullos de irritación y los gritos de súplica de los pasajeros, esperó a que Edi subiera y no tocó el acelerador hasta que él encontró un lugar donde sentarse. Y cuando empezó a andar, le lanzó a Edi una mirada tan triste por el espejo, que hasta logró que todo el asunto le resultara casi soportable.

Etgar Keret.


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1 comentario:

Anónimo dijo...
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